Ha
pasado más de un mes desde que os escribí por última vez, y confieso sin
tapujos que nunca antes me había sentido tan vital como en estos últimos días.
(Yo, que muchos días solía despertarme por las mañanas ya cansado.). ¿Será por
el aire menos contaminado que nos hemos encontrado al salir de Tulsa? No.
Es por
Sam. Y sí, deberéis permitirme ponerme empalagoso una vez más.
Su
presencia cerca de mí me recarga cual batería de níquel-cadmio. A veces, casi
puedo notar físicamente esa recarga. Son chispazos de menos de un segundo de
duración que van directos a mi esternón. Si mi reloj tuviera un amperímetro
incorporado, os lo podría demostrar. Ó quizás no. Quizás no hay tal recarga y
solo soy yo que me sugestiono. Pero ante la duda, me quedo con la primera
opción. Chispazos.
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En este
mismo instante me encuentro sentado en el asiento trasero del Suzuki Vitara de
Sam. Es el atardecer y llevamos varias horas persiguiendo al Sol, sin éxito. Ya
se dispone a esconderse tras el horizonte. Mañana lo volveremos a intentar, y
volveremos a fracasar. Y es que ahora nos encontramos en esa fase de nuestra
peregrinación: ¡al Oeste, al Oeste, al Oeste! Como diría Jack London...
Así es.
Lo hicimos. Lo estamos haciendo. Hemos dejado atrás Tulsa (hace 4 días) y
nuestro destino es Portland, Oregón. Unos 2500 kilómetros de distancia en línea
recta.
Los
tres estamos flipando. Bueno, Ben no tanto (es que él es más comedido y además
ya lleva un trecho de país a sus espaldas). Se han escrito miles de páginas
describiendo la inmensidad del territorio norteamericano y sus carreteras
interminables, y yo poco más puedo hacer que corroborar cada una de ellas, a
pesar de que solo llevamos un 15% del camino hecho… Vamos sin ninguna prisa, y
no solo porque no pisemos mucho el acelerador; es que además, ni a Sam ni a mí
nos gusta conducir de noche. Si a eso le sumamos que no madrugamos… eso nos
deja unas 9 horas útiles de conducción al día (las cuales no aprovechamos del
todo porque paramos a menudo a descansar, comer, contemplar, repostar-orinar…).
Fue al salir de una de estas paradas de repostar-orinar donde nos topamos con
Ben. Un tipo raro allá donde los haya, pero una vez acostumbrado uno a sus
rarezas, se está a gusto con él.
Veréis,
por norma general, circulamos por la Interestatal 40, aunque a veces nos gusta desviarnos por
alguna carretera de menor entidad. Como sucedió anteayer, que nos desviamos 30
kilómetros hacia el Norte para visitar el Lago Meredith. Diez kilómetros antes
de llegar, nos detuvimos en una gasolinera a llenar el depósito, mear, y
comprar chocolate y dos litros de leche (íbamos a hacer noche en el lago y esa
sería nuestra cena). Nos pusimos de nuevo en marcha y enseguida vimos un
mochilón enorme bamboleando sobre la espalda de un tipo que caminaba más allá
del arcén.
-Mira
Sam. Ese pobre diablo seguro que también se dirige al lago. ¿Le llevamos?
-Si
quiere…
Sam
aminoró la velocidad con gesto concentrado hasta pararnos junto a él. Parecía
que era el mochilón el que acarreaba al tipo y no viceversa. Bajé mi
ventanilla.
-¡Hola!
–dije. Debido al motor al ralentí y al zumbido del viento, era necesario
vociferar-. ¡¿Vas al Lago Meredith?!
-¡Sí!-contestó
él. Era joven, diecimuchos o ventipocos. Su barba de varios días le cubría el
mentón de forma irregular, pero carecía de ella en pómulos y mejillas. Se me
quedó mirando.
-¡Pues
sube! –le dije. Y entonces recordé las últimas palabras de Sam-. Si quieres.
Titubeó
algo. Pero quiso.
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Después
de las presentaciones de rigor, nos quedamos callados los tres a escepción de Natalie Maines, que sonaba en la radio. Ese chico, Ben, era nuestro primer autoestopista. ¿Existía
algún tipo de protocolo sobre cómo tratarlos? Recordaba haber leído no hace
mucho tiempo en el Tulsonian algo acerca de una especie de cultura del autostop, una cultura propia con sus
dimes y diretes. Al carajo. Yo tenía curiosidad por conocer su historia. Y que
me contestara él lo que creyera conveniente, faltaría más. Le miré a través de
mi espejo (el del copiloto). Ben parecía llevar no días, sino semanas en la
carretera. Delgado, con una gorra de Atlanta Hawks tapando sus cabellos sucios,
con las gafas de sol colgadas del cuello de su camiseta.
-¿A
dónde te diriges, Ben? -dije.
-¿Te
refieres a después del Lago Meredith?
-Sí,
claro.
-A
California. A Stanford.
-Ahh… entiendo.
Estudias allí.
-No.
-¿Negocios?
¿Placer?
-…
Bueno… al principio solo negocios. Desde hace pocos días se ha añadido el
placer, si te gusta esa palabra.
Sam y
yo nos miramos de reojo.
-Tu
historia parece interesante, Ben -dije-. ¿Podrías resumirnosla?
-No
-terció Sam-. No hace falta que la resuma. Propongo algo. Cena con nosotros
en el lago, Ben. Y cuéntanos tu historia.
-¿Me
invitáis? Voy algo justo de provisiones.
-¿La
historia es buena? –dije.
-No lo
sé. La historia es mía, ya sea buena ó mala –respondió él.
Ben
hizo que esa noche en el Lago Meredith no nos durmiéramos hasta las 4 de la
mañana.
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