Capítulo 18: Interstate 40 (Lunes, 04-09-2013, 4:33 P.M.).

                Ha pasado más de un mes desde que os escribí por última vez, y confieso sin tapujos que nunca antes me había sentido tan vital como en estos últimos días. (Yo, que muchos días solía despertarme por las mañanas ya cansado.). ¿Será por el aire menos contaminado que nos hemos encontrado al salir de Tulsa? No.
                Es por Sam. Y sí, deberéis permitirme ponerme empalagoso una vez más.
                Su presencia cerca de mí me recarga cual batería de níquel-cadmio. A veces, casi puedo notar físicamente esa recarga. Son chispazos de menos de un segundo de duración que van directos a mi esternón. Si mi reloj tuviera un amperímetro incorporado, os lo podría demostrar. Ó quizás no. Quizás no hay tal recarga y solo soy yo que me sugestiono. Pero ante la duda, me quedo con la primera opción. Chispazos.
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                En este mismo instante me encuentro sentado en el asiento trasero del Suzuki Vitara de Sam. Es el atardecer y llevamos varias horas persiguiendo al Sol, sin éxito. Ya se dispone a esconderse tras el horizonte. Mañana lo volveremos a intentar, y volveremos a fracasar. Y es que ahora nos encontramos en esa fase de nuestra peregrinación: ¡al Oeste, al Oeste, al Oeste! Como diría Jack London...
                Así es. Lo hicimos. Lo estamos haciendo. Hemos dejado atrás Tulsa (hace 4 días) y nuestro destino es Portland, Oregón. Unos 2500 kilómetros de distancia en línea recta.
                Los tres estamos flipando. Bueno, Ben no tanto (es que él es más comedido y además ya lleva un trecho de país a sus espaldas). Se han escrito miles de páginas describiendo la inmensidad del territorio norteamericano y sus carreteras interminables, y yo poco más puedo hacer que corroborar cada una de ellas, a pesar de que solo llevamos un 15% del camino hecho… Vamos sin ninguna prisa, y no solo porque no pisemos mucho el acelerador; es que además, ni a Sam ni a mí nos gusta conducir de noche. Si a eso le sumamos que no madrugamos… eso nos deja unas 9 horas útiles de conducción al día (las cuales no aprovechamos del todo porque paramos a menudo a descansar, comer, contemplar, repostar-orinar…). Fue al salir de una de estas paradas de repostar-orinar donde nos topamos con Ben. Un tipo raro allá donde los haya, pero una vez acostumbrado uno a sus rarezas, se está a gusto con él.
                Veréis, por norma general, circulamos por la Interestatal  40, aunque a veces nos gusta desviarnos por alguna carretera de menor entidad. Como sucedió anteayer, que nos desviamos 30 kilómetros hacia el Norte para visitar el Lago Meredith. Diez kilómetros antes de llegar, nos detuvimos en una gasolinera a llenar el depósito, mear, y comprar chocolate y dos litros de leche (íbamos a hacer noche en el lago y esa sería nuestra cena). Nos pusimos de nuevo en marcha y enseguida vimos un mochilón enorme bamboleando sobre la espalda de un tipo que caminaba más allá del arcén.
                -Mira Sam. Ese pobre diablo seguro que también se dirige al lago. ¿Le llevamos?
                -Si quiere…
                Sam aminoró la velocidad con gesto concentrado hasta pararnos junto a él. Parecía que era el mochilón el que acarreaba al tipo y no viceversa. Bajé mi ventanilla.
                -¡Hola! –dije. Debido al motor al ralentí y al zumbido del viento, era necesario vociferar-. ¡¿Vas al Lago Meredith?!
                -¡Sí!-contestó él. Era joven, diecimuchos o ventipocos. Su barba de varios días le cubría el mentón de forma irregular, pero carecía de ella en pómulos y mejillas. Se me quedó mirando.
                -¡Pues sube! –le dije. Y entonces recordé las últimas palabras de Sam-. Si quieres.
                Titubeó algo. Pero quiso.
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                Después de las presentaciones de rigor, nos quedamos callados los tres a escepción de Natalie Maines, que sonaba en la radio. Ese chico, Ben, era nuestro primer autoestopista. ¿Existía algún tipo de protocolo sobre cómo tratarlos? Recordaba haber leído no hace mucho tiempo en el Tulsonian  algo acerca de una especie de cultura del autostop, una cultura propia con sus dimes y diretes. Al carajo. Yo tenía curiosidad por conocer su historia. Y que me contestara él lo que creyera conveniente, faltaría más. Le miré a través de mi espejo (el del copiloto). Ben parecía llevar no días, sino semanas en la carretera. Delgado, con una gorra de Atlanta Hawks tapando sus cabellos sucios, con las gafas de sol colgadas del cuello de su camiseta.
                -¿A dónde te diriges, Ben? -dije.
                -¿Te refieres a después del Lago Meredith?
                -Sí, claro.
                -A California. A Stanford.
                -Ahh… entiendo. Estudias allí.
                -No.
                -¿Negocios? ¿Placer?
                -… Bueno… al principio solo negocios. Desde hace pocos días se ha añadido el placer, si te gusta esa palabra.
                Sam y yo nos miramos de reojo.
                -Tu historia parece interesante, Ben -dije-. ¿Podrías resumirnosla?
                -No -terció Sam-. No hace falta que la resuma. Propongo algo. Cena con nosotros en el lago, Ben. Y cuéntanos tu historia.
                -¿Me invitáis? Voy algo justo de provisiones.
                -¿La historia es buena? –dije.
                -No lo sé. La historia es mía, ya sea buena ó mala –respondió él.
                Ben hizo que esa noche en el Lago Meredith no nos durmiéramos hasta las 4 de la mañana.


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