No tengo
mucha experiencia en lo que a visitar lagos se refiere. Ni mucha ni poca;
ninguna. Pero estoy convencido de que el Lago Meredith no está en el top ten de grandes lagos
norteamericanos. Es grande, tiene agua (cada vez menos, se está secando)... y ahí
se acaban sus alicientes. La vegetación circundante al lugar donde acampamos
consiste en arbustos y matorrales. La fauna predominante no va más allá de
alguna que otra ardilla y búho. E incluso el cielo nocturno se suele mostrar rácano
con las estrellas.
Toda esa falta de estímulos hizo que Sam y yo nos concentrásemos aún más en nuestro invitado: Ben Chappell.
Toda esa falta de estímulos hizo que Sam y yo nos concentrásemos aún más en nuestro invitado: Ben Chappell.
Al llegar, dejamos el Suzuki
Vitara en la zona de parking y nos separamos para caminar durante una media
hora por el sendero que rodeaba la orilla del lago, más que nada para airearnos
la mente después de tantas horas de carretera. Luego regresamos al coche para
sacar los bártulos de acampada e instalarnos en un claro cercano. La tienda de
campaña de Ben tiene forma de tipi indio. Es muy funcional, con todo tipo de
pequeños accesorios aquí y allá. Y unipersonal; una chica no cabe ahí dentro
con él ni de coña (tampoco creo que eso le preocupe). Aprovechando los últimos
rayos del Sol, fuimos al agua a bañarnos, sobre todo para asearnos un poco.
Y llegó el momento de cenar. Ben
vino a nuestra tienda con el cabello húmedo y despeinado. En eso nos parecemos.
Esparcimos nuestras provisiones encima de una manta que tenía bordado el
skyline de Nueva York de antes de la administración Bush Jr. Los víveres
consistían en: galletas Oreo, barritas de chocolate Mars, leche, Doritos,
plátanos, lonchas de bacon ahumado, y dos peras. Al otro lado de la manta
montamos el mueble-bar con una bolsa de un kilo de cubitos de hielo, vasos de
plástico, Coca cola, Sprite, cerveza alemana, zumo de naranja, agua, y
múltiples botellitas de ron, whiskey y vodka.
-Me gusta lo que veo -nos dijo
Ben contemplando el banquete-. ¿Eso son peras?
-Sí -dijo Sam-. Resisten desde
Tulsa. Allí compramos dos kilos y si no se gastan esta noche, mañana las
tiraré.
-Te prometo que no será
necesario tirarlas. -Agarró una y sin lavarla ni pelarla, comenzó a comérsela a
mordiscos. Mientras lo hacía, asentía levemente expresando así su conformidad
con el sabor.
-¿De donde vienes no hay peras? Jajaja... -intervine-. Perdona, no quiero hacerte hablar con la boca llena.
Mientras Ben tragaba pera, yo me
pregunté si no nos habíamos precipitado al meter en nuestra tienda a ese tipo.
Un joven que, a falta de que nos contara su historia, me parecía casi un
vagabundo hambriento (culto y educado, eso sí).
Sin embargo, mi curiosidad aumentaba a un ritmo más rápido que la
intranquilidad que pudiera provocarme Ben.
Acabó de tragar.
-Vengo de Nueva York. ¿No es
curioso? Me acabo de comer una gran pera, y vengo de la gran manzana.
-¡No me jodas! -dije, obviando su
chiste o su juego de palabras (o lo que cojones fuera).
-¡Guau! -exclamó Sam.
-Qué. ¿Qué os pasa? -nos
preguntó.
Buena pregunta. ¿Qué nos pasaba?
Trataré de explicároslo. Se trata de una cuestión de percepción. Sam y yo somos
dos jóvenes tulsonianos sin demasiado recorrido en el mundo, y... por mucho
internet, 4G, televisión, etc... que haya, aún nos cuesta bastante esfuerzo
asimilar que realmente hay gente real que habita en esas monstruosas
ciudades. Para nosotros, Ben, que ya de primeras nos pareció raro, ahora pasaba
a la categoría de casi marciano.
-No pasa nada -dije-. Tan solo
que creo que eres el primer newyorkino que aparece en nuestras vidas. ¿No, Sam?
Y eso nos fascina. Solo es eso.
-¡Ah! Entiendo -dijo él-. Aunque
yo no soy fascinante. Puede que inquietante, o a veces incómodo de tratar,
claro que antes no era así. -Cogió una chocolatina Mars y la abrió-. Nueva York
sí que es fascinante. Eso os lo confirmo.
-¿Cuál es tu lugar favorito?
-dijo Sam.
-Mmm... éste. Esta tienda de
campaña. El Lago Meredith. Ya sabéis, carpe
diem.
-Noo... ja ja ja... -rió ella-. ¡Me
refería en Nueva York!
-¡Ahh! Mmm... -Mordió un pedazo
de chocolate y entrecerró los ojos, decidiendo su respuesta-. Ehh... vamos a
ver... Diría que Times Square en verano; Central Park en otoño o primavera; y
el puente de Brooklyn en invierno, haciendo footing.
-Lugares típicos -dije.
-Y tópicos -apostilló Ben.
Sam empezó a preparar copas. Me
encanta verla trajinando, haciendo cualquier cosa. No nos preguntó ni a Ben ni
a mí qué queríamos beber. Así es Sam. Solo
es una copa; si no te gusta, no te la bebas. Sí, así es Sam. No gasta
pensamientos en cosas sin importancia. A Ben le preparó un destornillador, y a
mí me abrió una cerveza con el abridor con forma de punta de flecha que la
regalé en navidades. Ella se cogió una botella de agua mineral (cuando está con
la regla no suele beber alcohol).
-Cuéntanos tu historia, Ben
-ordenó Sam, de buen talante.
-Sí. Vale. -Ben suspiró. En ese
aire que exhaló, salieron las primeras polillas microscópicas que durante meses
le habían estado angustiando el alma. Un escalofrío le recorrió la espina
dorsal, se sintió algo mejor, y comenzó a hablar.
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Ben Chappell se considera
newyorkino, a pesar de que nace en Baltimore, Maryland. Y es de Baltimore de
donde procede su primer recuerdo: ir corriendo detrás de una pelota en un
parque, tropezar y herirse una rodilla. Esa sería la primera costra de muchas.
Cuando Ben cumple cinco años, llega el traslado familiar a Nueva York por
expreso deseo de su padre, David Chappell, tenista profesional desconocido e
inadvertido fuera de los Estados Unidos, pero lo suficientemente bueno para
ganar cerca de medio de millón de dólares al año mientras dura su carrera
deportiva. Fue él el que se empeñó en comprar en propiedad un piso de 250
metros cuadrados en Park Avenue, Manhattan. El traslado resultó ser un acierto
de pleno, en todos los sentidos.
Ben tiene una hermana llamada
Brooke que es tres años mayor que él. Durante la infancia de ambos, en las
largas y oscuras tardes invernales, matan el tiempo convirtiendo la habitación
de Ben en un minipolideportivo. Juegan al baloncesto con pelotas de gomaespuma,
al tenis (arrodillados y utilizando las manos como raquetas, y una hilera de zapatos a modo de
red), al fútbol... Cada año al llegar las vacaciones escolares de verano, los
hermanos Chappell junto con su madre Isabelle, acompañan al padre tenista en
su gira de torneos por Europa. Así practican su francés en los Campos Elíseos,
chapurrean alemán en Alemania ó Suiza, y llegan a conocer Londres casi tan bien
como Manhattan. Son años felices.
Cuando al fin -y después de diez
derrotas consecutivas- David Chappell pone fin a su carrera deportiva -para
empezar a ejercer de entrenador de jóvenes promesas en la U.S.T.A.*-, los viajes
familiares se hacen menos frecuentes pero los años continuan siendo igual de
felices. Brooke se echa un novio encantador de nombre Donald Sock, que vive en
un piso infecto donde él es el huésped y las cucarachas las anfitrionas, en
Brooklyn. Donald quiere ser actor. Ni a Ben ni a sus padres les preocupa que
Brooke se haya enamorado de un tipo más pobre que las ratas. Ya prosperará, opinan. Tiene potencial. Además, saben que si
ponen impedimentos a esa relación, Brooke se marcharía de casa con viento
fresco. Pero no ocurre así, y es Donald el que poco a poco empieza a aparecer
con mucha frecuencia en el lujoso y coqueto piso de los Chappell, y a
convertirse en un sucedáneo -dicho en el buen sentido de la palabra- de hermano
mayor para Ben. Deja de ser Donald para ser Don.
Por su parte, la adolescencia de
Ben transcurre sin grandes altibajos, siempre instalado en la meseta de la
felicidad. El primer beso, el primer porro, su primera pelea a ostias... todo
en su justa medida, sin desviarse del camino empedrado de triunfo que ha de
guiarle a la Universidad de Nueva York, pues Ben ama la gran ciudad y no
contempla la idea de marcharse a estudiar lejos. Algo que sí hace Brooke,
matriculándose en Arte Moderno en el Reed College, en Oregón, al otro extremo
del país. Ese distanciamiento de Brooke es el único nubarrón en la plácida vida
de los Chappell, pero ella lo atenúa arguyendo que cuando acabe sus estudios volverá a Manhattan. Mientras tanto, su novio Don, que está empezando a
obtener papeles terciarios en obras teatrales de cierta importancia -Papá
Chappell y sus dólares influyen algo en
eso-, acompaña a Brooke a la costa Oeste, pero él se queda más abajo, en Hollywood,
probando suerte en el mundillo de la televisión. Tal vez le hayáis visto en
algún capítulo esporádico de NCIS, Mentes
criminales, o Dos hombres y medio (en
ésta llega a decir tres frases seguidas, su récord). En esa época, Brooke y Don
se ven cada dos fines de semana, la relación sigue adelante, y todos los
Chappell están encantados de que Don lo esté consiguiendo.
Ben empieza sus estudios de
Economía y Finanzas en la Universidad de Nueva York sin necesidad de
emanciparse. Tampoco se alista en ninguna fraternidad a pesar de que es una
pieza codiciada por ellas. No necesita nada de eso. Tiene a su familia (él
también visita a Brooke a menudo), tiene a sus amigos de dentro y de fuera de
la universidad, y tiene Manhattan a sus pies. Por primera vez, le gana un set a
su padre en el partidillo de tenis que juegan cada domingo. Simba ya está cerca
de ser el nuevo Rey León en la manada Chappell.
Tal y como prometió, Brooke regresa a Manhattan justo después de graduarse, y se trae consigo a Don, el
cual ya tiene algo de caché en su gremio. La boda está al caer (se habla de
2014). Quizás para anunciar el compromiso, Brooke y Don invitan a los padres de
ella a pasar un fin de semana en Atlantic City jugando a los dados y bebiendo
cócteles. Ben se queda en casa estudiando para un examen importante.
No anuncian ningún compromiso
porque no consiguen llegar a Atlantic City. Un fatídico accidente de tráfico lo
impide. Sencillamnete, David Chappell pierde el control del coche sobre la
carretera mojada y se empotran contra un muro en las afueras de Nueva York.
Juego, set y partido. Él muere en el acto. Isabelle Chappell consigue aguantar
3 días en coma en el Hospital Monte Sinaí antes de claudicar. Brooke se fractura un brazo y la
columna vertebral. No podrá volver a caminar. Donald Sock sufre un esguince
cervical, además de contusiones y algunas serias incisiones en el rostro que
requerirán cirugía. No querrá volver a actuar.
¿Vale la pena narrar cómo son
esos días para Ben? Es decir, ¿vale la pena narrar cómo encaja Ben la llamada
del hospital en mitad de una noche lluviosa informándole del suceso, y cómo
tiene que hacerse responsable del funeral de su padre mientras su madre
agoniza? ¿Cómo tiene que ver a su madre extinguirse y enterrarla también solo
tres días después que a su padre? ¿Vale la pena narrar cómo tiene que contarle
a Brooke que ahora solo están ella y él, y que ella estará impedida siempre? No,
¿verdad? No vale la pena narrar todo ese horror.
[Yo, Randy
Utah, no soy ningún cínico. Soy consciente de que por propia voluntad me estoy
alejando miles de kilómetros de mi madre y de mi hermano Ralphie, a los cuales
adoro. Y eso es duro. Pero la idea de perderles para siempre… No quiero
pensarlo, ni para mí, ni para nadie. Pero joder, es lo que nos contó Ben el día
que le conocimos en el Lago Meredith. Y he de continuar.]
Ahora son solo Brooke y Ben. Don
recibe el alta diez días después del accidente. Con gran parte de la cabeza
vendada, parece una momia. Durante esos diez días que permanece ingresado, no
va a la habitación de Brooke ni una sola vez. Ben sí le visita a él. ¿Cómo no
iba a hacerlo? Es su sucedáneo de hermano mayor, caray. Pero Don siempre se
hace el dormido, o el atontado debido a los analgésicos. Ben empieza a
sospechar que Don ha tomado una decisión drástica con respecto a su relación
con Brooke. Otro palo para su hermanita. Don vuelve a ser Donald.
Concretamente, Donald alias una jodida
rata que huye del barco que hace aguas, a pesar de que en el barco aún está lo
que se supone más quiere en el mundo.
Cinco semanas después del accidente, Brooke
recibe el alta hospitalaria y vuelve junto a su hermano a la casa Chappell.
Está hundida. No habla nada excepto respuestas monosilábicas. Ben no sabe bien
cómo ayudarla. Lo único que hace es hablarla con dulzura; no atosigarla;
intentar dejarla espacio, pero no demasiado. La rutina diaria que adquiere
Brooke es bastante descorazonadora. Sale de su cuarto a eso de las 10, ya
aseada, y desayuna en el salón mientras ve las noticias. Ben a veces desayuna
con ella, y a veces no, pero siempre está cerca, disponible para ella. Después
del desayuno, vuelve a su habitación hasta la hora de rehabilitación con el
fisio. Luego come en su cuarto y no sale de él hasta media tarde, que es cuando
va a la terraza -bien abrigada y con un termo de café- hasta que anochece y regresa a su
cuarto. Y básicamente, eso es todo. Nunca entra a su habitación de trabajo, esa
donde antes esbozaba bocetos para futuras esculturas y experimentaba con
materiales para luego perfeccionarlo todo en su taller del No-Ho. Ahora esa
habitación es como un museo sin turistas o una atracción de feria; la típica
casa del terror donde se espera que la niña del exorcista salga de detrás de la
butaca de mimbre y te pote en la cara. La mujer de la limpieza tiene prohibido
el paso ahí, y los primeros hilillos de telarañas empiezan a aparecer.
Ben, por su parte, deja de
asistir a las clases en la universidad. No tiene ánimo para
ello. Al mediodía, baja a correr al parque dándole igual el frío que haga (es
más, agradece el frío, al menos los pocos minutos que lo siente, ya que
enseguida entra en calor). También agradece la lluvia, que camufla las lágrimas
que casi a diario le surgen. El resto del día intenta pasar el máximo tiempo
posible en casa. Por lo que pueda... pasar... ¿entendeis? Apenas se molesta en
contestar las llamadas que recibe el teléfono fijo de la casa; después de dos
entierros casi consecutivos, ya está harto de protocolos y recepción de visitas
sociales. Por las tardes se dedica a estudiar los apuntes que sus compañeros de
clase le llevan a casa a diario.
En una de esas visitas, Ben y
Killian Duckworth -uno de sus mejores amigos de la facultad- están charlando en
la cocina cuando de repente entra Brooke en su silla de ruedas zumbadora (zzzzz... así es como suena, muy parecido al
vuelo de una mosca. Ben odió ese molesto zumbido desde el principio). Es la
primera vez en semanas que Brooke ve a alguien diferente a Ben, la mujer de la
limpieza, o a su fisioterapeuta.
-Ohh... -balbucea ella-. Pensé
que era el fisio. -Y enseguida su tez enrojece claramente. Viendo a su hermana
ruborizarse, a Ben se le cae el alma a los pies puesto que antes del accidente, Brooke era un animal
social, una chica muy extrovertida... pero es un hecho que el accidente ha
alterado profundamente su innata personalidad. Ben la ha sugerido en un par de
ocasiones la ayuda de un psicólogo, no solo para ella, sino también para él
mismo. Pero ella solo niega con la cabeza.
-Ho... hola Brooke -dice
Killian, también cohibido.
-¿Te acuerdas de Killian? -dice
Ben.
-Pues claro que sí -responde su
Brooke-. El accidente me ha dejado tullida, no subnormal ó amnésica.
¡Ahí
está!, piensa Ben. ¡Es ella! ¡Mi hermana, la de antes! ¡Con
ese carácter!
Brooke hace girar la silla 180°
y atraviesa el quicio de la puerta de la cocina para regresar a su cuarto.
Entonces se para y gira la cabeza.
-Adiós Killian.
-A... adiós Brooke.
Una simple e inocua pregunta ha
bastado para volver a atisbar a la antigua y mordaz Brooke. Hay esperanzas.
Pocos días después, Brooke le
pide a Ben que la acompañe a la calle poniendo fin a su enclaustramiento
voluntario, dando un breve paseo hasta la Catedral de San Patricio en una clara
muestra de una supuesta recuperación psicológica de Brooke. La cara sorprendida
del portero del edificio al verla salir del ascensor es un símbolo más de esa
recuperación. Para regocijo de Ben, la frecuencia de los paseos se hace diaria.
Por fin siente que hace algo útil por ella, aunque solo sea acompañarla junto
con esa silla eléctrica zumbadora.
Es entonces cuando llega la
carta de Donald. Lleva matasellos de Tulsa. ¡Tulsa! Durante dos horribles horas
de reloj, Ben duda entre quemar la carta sin leerla, quemarla después de
leerla, ó dársela a Brooke. Decide dársela a pesar de que al hacerlo tiene la
sensación de poner en grave peligro los progresos de su hermana; como si un
castillo de naipes tuviera que hacer frente a una brisa invernal que entra por
la ventana. Pero Ben no nota ningún cambio a peor en su hermana. Al contrario,
Brooke comienza a pasear sola (mientras él la espía, sólo por su seguridad, y
sólo los primeros días). La casa de los Chappell casi colinda con la esquina
sureste de Central Park, y es ahí a donde se dirige Brooke en sus paseos
solitarios a dos ruedas. Al menos, eso es lo que constata Ben hasta que cesa de
espiarla. Si hubiera decidido seguirla tan solo un día más, la hubiera visto
subirse a un taxi -con la ayuda del esforzado taxista- y zambullirse en el
tráfico hacia el Sur de Manhattan. Si Ben la hubiera visto meterse en ese taxi,
¿hubiese cambiado algo de lo que pasó después? ¡Qué pregunta más tópica! Y sin
embargo, el que algo sea tópico o no, carece de importancia cuando se trata de
una vida humana que se apaga. Así que, si la hubiera visto entrar al taxi,
¿hubiese cambiado algo de lo que pasó a continuación? Seguramente no. Ella ya
estaba decidida a hacerlo.
Ben reanuda su asistencia a las
clases en la universidad, y es un miércoles al regresar a casa por la tarde,
cuando se encuentra la nota de Brooke. Está escrita a mano con lápiz sobre un
folio blanco que está doblado por la mitad, quedando las letras, pulcras, en el
interior de la doblez. Dice así:
Ben, antes de nada, quiero que pienses en esto (¡hazme caso y hazlo!,
al menos durante 10 segundos): piensa en lo felices que hemos sido toda la
vida. No te atrevas dudarlo. FELICES!! Muchos años siéndolo. Y sí; es verdad lo
que dicen de que el dinero ayuda a serlo. Pero nosotros, y mamá y papá,
hubiéramos alcanzado igualmente la felicidad en casi cualquier circunstancia.
Estoy segura. Porque los Chappell -lo que queda de ellos- somos gente buena y
capaz. Así que creo que no podemos pedir cuentas a nadie por lo del accidente,
como tampoco las pedimos por toda la anterior felicidad que disfrutamos.
Además, sabes que no creo en Dios, en el destino, el karma o fuerza
sobrenatural alguna, así que no me pregunto por qué nos tocó a nosotros
el accidente, porque no creo que haya ningún por qué, y te recomiendo
que tú tampoco te lo preguntes. Ocurrió y ya está. Ya está. Hasta aquí. No
puedo asumir las consecuencias. No puedo vivir sin papá y sin mamá, y no puedo
vivir en esta condenada silla. Han pasado ya meses y todas las noches sigo
teniendo sueños horribles y raros que no me dejan descansar de toda la rabia y
la desesperación que sufro por el día. Soy quejica? Soy frágil? Dices que un
psicólogo podría ayudarme; no lo creo, y no voy a intentarlo. Para mí, es
insoportable e inadmisible seguir malviviendo así. Ya he conocido las 2 caras
de la vida, y nada me va a volver a ilusionar ni a llamar la atención. En el
mejor de los casos, me aburriría mucho. Así que me voy. Elijo no vivir.
Por
supuesto, Ben, tú haz lo que te plazca con tu vida, pero mi deseo es que sigas
adelante. Te sentirás muy solo y angustiado (como mínimo), pero eso no tiene
por qué durar siempre. ¿Y cuándo te he aconsejado yo mal?
Atiéndeme
Ben. Me voy a ir plácidamente tomándome unas pastillas. Lo haré en una
habitación de hotel y lo haré dejando instrucciones muy claras. Quiero que me
incineren. Está todo arreglado y tú no tendrás que hacer nada. Es más, no
quiero ningún velatorio o ceremonia. No quiero hacerte pasar por esa mierda
otra vez.
Perdóname
por abandonarte así. Eres un ser extraordinario. Te quiero.
P.D.: recuerda mi deseo: intenta seguir
adelante. Ten en cuenta que es mi último deseo. ¿Vas a negármelo? Ahh! Y dona
mi ropa.
P.P.D.: la carta que recibí de Don el otro día
no tiene nada que ver con mi decisión.
Adiós Ben. Muakkk.
Ben se contiene y consigue no romper
la nota, pero sí patea la papelera, arroja los altavoces de la minicadena
contra la pared, grita, chilla, y se queda derruido apoyado en la pared,
llorando. Minutos después, ya algo sereno, explora la habitación de su
¿difunta? hermana. Sobre la cama hay una caja de zapatos rotulada con un "para Ben" en grandes letras verdes de imprenta. La caja
contiene un gran fajo de billetes de 100 dólares y fotos de la familia
Chappell. Maldita seas, Brooke, piensa,
¿qué hago yo ahora? ¿Hacia dónde y con quién? Ben se
acurruca en la cama de ella. Es el ocaso, y en la tenue luz que queda,
distingue desperdigados en la almohada algunos cabellos de su hermana. El aroma
que desprenden es su refugio y Ben, extenuado emocionalmente, se queda dormido
en un sueño sin sueños. A lo largo de la noche se despierta varias veces, pero
es el sonido del teléfono en el salón, ya por la mañana, el que le hace
levantarse de la cama de Brooke para atender la llamada. Supone que es la
policía para informarle de que su hermana se ha suicidado. Supone bien.
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Dos días después, Ben recibe la
urna con los restos de Brooke. ¿Dónde ponerla? Con cada paso que da, teme tropezar
y desperdigar las cenizas. Así que simplemente la deja en la mesa de la cocina
y él se sienta en el salón. El teléfono fijo está desenchufado; su móvil,
apagado; la televisión de plasma, destrozada. El silencio es ahora el Guardián
de la casa Chappell. Y de nuevo, Ben se pregunta: ¿Qué hago yo ahora? Ó mejor aún: ¿Acaso es necesario que haga algo? Es decir, algo más allá de lo
que las necesidades fisiológicas requieren. El silencio-el Guardián le responde
que no, que no es necesario que haga nada. Por lo tanto, Ben se descalza, se
dirige a la habitación de Brooke, y se acuesta en la cama.
Todos los días, lee la nota de
despedida de su hermana. Lo hace a modo de absurda e inútil penitencia por ser
el único Chappell con vida, y siempre que la lee, la última frase, la que alude
a Donald, le deja un sabor de boca nauseabundo. ¿De verdad tiene que creerse
que la carta de ese mierda no supuso la puntilla para Brooke? Ben piensa y
duda. Puede que la carta no fuera la puntilla, o puede que sí, pero Ben va más allá
de la carta: ¿en qué medida la actitud cobarde, huidiza, cruel y asquerosa de
Don empujó a Brooke al suicidio? Ben piensa y duda. Intenta ponerse en el lugar
de ella pero le resulta imposible, entre otras cosas porque nunca ha estado
realmente enamorado; no como ella lo estuvo de Donald. Mientras tanto, los días
transcurren. La única novedad es el finiquito para la señora de la limpieza.
Que te vaya bonito, Conchita. Es tan fácil no hacer nada... tan hipnótico... Ni
siquiera cocina. Pide comida preparada a domicilio. Pollo kung-pao, sushi,
risotto, pizzas de todo tipo... Lo que sobra se lo come para cenar. Y mientras
tanto, Ben piensa y duda. Hasta que finalmente, y esta vez sin la ayuda del
silencio-el Guardián, toma una resolución: buscará a Donald en Tulsa y le
preguntará "por qué". Y por si acaso, solo por si acaso, Ben llevará
bien pertrechado su cuchillo de caza, regalo de su abuelo Montgomery Chappell.
Por fin toca movimiento; la
vieja Tulsa espera.
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INTERLUDIO EN EL LAGO MEREDITH
-¿Le encontraste? -pregunté
a Ben-. ¿Encontraste a Donald? ¿LE MATASTE?
-No.
-¿No a las dos preguntas? –dijo
Sam
-No. Sí y no. -Ben
sonrió.
-¡Ehh, venga ya!
¡Esto es serio! –dije. Pero tampoco pude evitar sonreír.
-Espera Randy, déjame a mí –dijo Sam-. Veamos, Ben.
¿Encontraste a ese cerdo?
-Sí.
-¿Y mataste a ese
cerdo?
-¿Me creéis capaz de matar a una persona, y aun así me
dejáis que siga aquí en vuestra tienda de campaña, a medio metro de vosotros?
–respondió Ben.
-No, claro –razoné-. No me da la impresión de estar
mirando a un asesino. Estás a años luz de serlo.
-Gracias. Tú
también.
Sam cogió los tres vasos (ya vacíos a
excepción de los hielos medio derretidos) y gateó hacia las botellas en una
posición no muy decorosa. Observé que Ben posó su mirada en su culo durante un breve segundo. Si Ben lo hubiera mirado más tiempo -digamos un par
de segundos más-, creo que le hubiera dicho algo en plan: "Córtate un poco, ¿no?". Pero no lo hizo. Apartó su mirada
de mi santo grial, mi El Dorado. Y
mirarlo un solo segundo estaba bien. Demostraba admiración pero sin llegar a
lujuria y deseo. Punto positivo para Ben. Otro más.
-Otra ronda de lo mismo, chicos
-dijo ella, ajena, en principio, a las miraditas hacia su trasero.
-Fantástico. Sois unos anfitriones
excelentes. Y yo os lo pago con una historia lacrimógena y deprimente... Nunca
se me dio bien ser el alma de las fiestas.
-Tonterías. Bebe y cuéntanos cómo
fuiste desde New York hasta Tulsa –dije.
-Sí.
Ben bebió y contó.
FIN DEL INTERLUDIO EN EL LAGO MEREDITH
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Una vez que Ben toma la decisión
de ir a buscar a Donald, su cerebro empieza a desentumecerse. Han pasado dos
meses desde el suicidio de Brooke, y en este tiempo Ben ha engordado seis kilos
y sus cabellos presentan greñas. Minucias. Lo importante es el
desentumecimiento, y con él, la llegada de ideas. Sobre todo una: ¿por qué ir a Tulsa directamente en un
viaje aburrido? ¿Por qué no ir poco a poco, haciendo tramos a pie sin prisa
pero sin pausa? Las temperaturas están empezando a subir, y el cielo raso,
la carretera, e incluso las gentes (en su justa medida) tientan a Ben. Es el
desentumecimiento.
Durante el mes siguiente, se
dedica a entrenarse de cara al viaje. Tres ó cuatro veces a la semana baja en
metro hasta Coney Island y recorre la playa durante horas cargado con una
mochila en la que lleva ocho kilos de piedras. Tiene que acostumbrarse al
cansancio, al dolor físico, al sudor, al tedio (bueno, a esto ya lo está). Es
curioso que lo más duro de este entrenamiento son los largos trayectos en el
metro de hora y media ida, y hora y media vuelta. Son tantas estaciones... En
estos viajes por el suburbano, Ben observa las caras de la gente y los rasgos
que las definen. Comprueba que el rasgo predominante es el cansancio, al cual
le sigue el rasgo de la preocupación, y a continuación la desconfianza. El
rasgo bondad es bastante minoritario, y el rasgo curiosidad (que Ben detecta en
caras con ojos más abiertos de lo habitual, pestañeo con frecuencia media-alta,
y buena respuesta a estímulos sonoros inesperados) solo se muestra en niños y
adolescentes. Estos rasgos no le interesan demasiado a Ben, pues son rasgos
estándar que ha visto toda su vida en todos los sitios. Sí le interesan mucho
otro tipo de rostros algo más complejos, que son aquellos que tienen facciones
obsesionadas. Las caras obsesionadas son un mundillo muy novedoso para Ben
(criado al calor de la chimenea y al tacto mullido de moquetas, allá en Park
Avenue). Le fascinan. En los primeros viajes no sabe distinguir entre una u
otra obsesión; su radar las detecta pero no las identifica. Ben observa, y
luego observa más aún, hasta que su radar se perfecciona. Recuerda con especial
nitidez un rostro femenino obsesionado que vio en uno de sus últimos días de
entrenamiento. Esa mujer estaba obsesionada con el sexo. Una ninfómana de
treinta y pocos años, cabello hecho polvo por abusar de las mechas, y vetustos
restos de acné juvenil. Pero eso solo eran indicios. La mirada es lo importante, y
la de esta mujer saltaba de tío en tío mirando sus caras, y luego bajando a sus
paquetes, y viceversa. Incluido Ben. Sin embargo, más que de deseo, eran
miradas que reflejaban ansiedad y soledad.
¿Y acaso él no se ve a sí mismo
algo diferente cuando se asoma al espejo últimamente? ¿Tiene Ben el rostro
obsesionado? Probablemente. ¿Cuál es su obsesión? Ninguna en particular;
bastantes en general. Después de todo por lo que ha pasado en los últimos
meses... como para no tenerlas. Su rostro es un jardín frondoso de obsesiones
frescas que se entremezclan y enraizan en su cerebro con mayor vigor a cada día
que pasa en la mansión Chappell. Y eso no es bueno. De alguna manera, él percibe eso. El
silencio-el Guardián ya no es su benefactor, sino un catalizador de obsesiones,
y Ben desea que a su regreso, el silencio-el Guardián se haya ido.
Así que comienza su
peregrinación a Tulsa, Oklahoma, en pos de Donald Sock. Y aunque encontrarle
sigue siendo el motivo principal del viaje, la intensidad de su furia hacia él ya
no es tan intensa y opta por descartar el cuchillo de caza de su mochilón. El
inminente viaje cada vez le apasiona más y le mantiene ocupado. Dedica toda una
tarde a pulular por unos grandes almacenes especializados en trekking y
acampada, comprando todo tipo de artilugios y aparejos.
-¿Alaska? -le pregunta la cajera
con aire divertido.
-Maine. Dicen que en la frontera
aún quedan osos grizzlies salvajes.
-Oh. Ehh... son 788 dólares con
16 centavos, por favor.
No es un viaje convencional. Lo
hará utilizando diferentes modalidades: a pie, en autobús, y haciendo autostop.
A veces dormirá bajo techo (en hoteles, moteles baratos o en su tienda de
campaña), y a veces dormirá al raso. Se crea sus propias reglas y mandamientos:
•no pasar
más de 72 horas sin darse un baño o ducha
•tener el
móvil apagado todo el tiempo, salvo causa de fuerza mayor
•no
preocuparse por lavarse la ropa. Casi toda la irá desechando y comprándose
prendas nuevas
•no
sucumbir al miedo, pero tampoco ser un temerario
•¡no pasar
frío!
Y llega el día de partir. Antes
de salir de su casa, se afeita, se corta un poco el pelo, se ducha, y se da un
atracón de espaguetis.
Son las 11:48 a.m. del 1 de julio de 2013, y
está listo.
Ese primer día de viaje se
siente muy raro. Caminando en el epicentro del mundo urbanizado con su enorme
mochila grisácea. La muchedumbre parece arremolinarse en torno a él
acorralándole por no ser un buen urbanita como ellos. Sin embargo, él era como
ellos. Pero la muchedumbre carece de memoria. Y además, Ben no sabe si volverá
a ser así. Ni siquiera sabe si quiere volver a ser así. Coge el autobús en
Times Square y cruza el túnel Lincoln para adentrarse en New Jersey, donde se
sube a otro autobús que le deja en las afueras de Newark. Allí se pone a
caminar entre los arrabales y algún que otro vehículo calcinado. Tampoco es
para tanto. Cada 5 minutos aparece algún coche-patrulla (o puede que sea
siempre el mismo, aunque ¿qué importa eso?). Para pasar la primera noche, Ben
decide acampar. Quizá parezca raro elegir dormir al aire libre en las afueras
de una gran ciudad como Newark. Sí, muy raro. Pero lo decide así para meterse
de lleno desde el principio en la esencia del viaje; sin medias tintas. Eso sí,
para no llamar más aún la atención no utilizará su tienda de campaña, y se las
apañará metiéndose en el saco de dormir, sin más. Solo se encuentra a unos 13
kilómetros al Oeste de su adorada Manhattan, pero el skyline más famoso del
mundo ya queda fuera del alcance de su vista, oculto por la polución y por el a
su vez vulgar, sucio y pequeño skyline de Newark. Yuxtaposición de cuerpos
opacos. Pura física; es inevitable. La nostalgia comienza a pegarse a él como
si estuviera imantada a sus talones. No puede librarse de ella. Sí puede, en
cambio, acarrearla consigo como si se tratara de un fardo más. ¿Cuánto pesa la
nostalgia pura sin adulterar con futuras esperanzas? ¿Y el echar de menos a
toda una familia que ya no volverá? ¿Cuánto pesa eso? Tanto como para generar
una fuerza gravitatoria propia, sin duda. Pura física, de nuevo. Posiblemente
sea esa gravedad adicional (creada solo para Ben en Manhattan, a raíz del
accidente de tráfico) la que le causa tanto esfuerzo para hacer estos primeros
kilómetros. Ben decide dejar de ahondar en estas reflexiones newtonianas, de
momento. Ya habrá tiempo para ello más adelante. Está anocheciendo, y lo que
hace ahora es comprarse un perrito caliente en un parquecillo de mala muerte,
comérselo, lavarse los dientes en una fuente, y sentarse plácidamente a leerse
el New York Times en un banco bañado
por la luz sódica de una farola. Así hace tiempo hasta que es lo
suficientemente tarde como para buscar, dentro de ese mismo parquecillo, un
rincón de hierba discreto en el que desenrollar su saco de dormir e
introducirse en él junto con su manta y su porra extensible de plástico duro y
mango ergonómico. Por si acaso. Solo por si acaso.
Nunca llegó a utilizar esa
porra. Es decir, no contra ninguna persona. Sí la utilizó para contener a dos
auténticos chuchos sarnosos, por separado. (Uno a las afueras de Indiana; y al
otro, en Pittsburgh.)
Por supuesto, Ben tiene
planificada de antemano la ruta a seguir hasta llegar a Tulsa, sin que ello
impida el poder hacer cambios in situ si
la situación así lo requisiera. La primera parte consistiría en llegar a
Chicago, y ahí comenzar la segunda fase bajando hasta Tulsa. Y eso hace.
Desde Nueva York a Chicago, Ben
queda defraudado por lo que ve y experimenta. No es que fuera un iluso y
esperara vivir grandes aventuras conociendo a hombres rudos de buen corazón con
las manos manchadas de grasa, o a madres solteras que le invitaran a sus casas
a comer pastel de carne, para luego hacerlas el amor. Pero tenía ciertas
expectativas... que no se cumplen. Harrisburg, Pittsburg, Indiana, Akron,
Cleveland... ciudades insípidas conectadas por una línea gris asfaltada, y
cremalleras férreas con lentos vagones rodeadas de... nada. Ben tarda dos
largas semanas en llegar a Chicago. Allí se aloja en un hotel de cuatro
estrellas durante tres días, en los que se dedica a pasear por la orilla del
lago, sanear su vestuario, y disfrutar de un buen par de clubes de jazz donde
una figura solitaria como la suya puede pasar desapercibida.
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OTRO
INTERLUDIO EN EL LAGO MEREDITH
Vapores etílicos se expandían
poco a poco por la tienda de campaña. Otra forma de decirlo es que apestaba a
alcohol. La sobriedad hacía algunos minutos que había perdido la posesión de la
pelota, y con ella, el partido.
-Ahhh... uffff....
tíos, estoy hecho polvo -nos confesó Ben-. Lo siento, pero debo dormir... Ya
no rijo bien.
-¡Claro! Somos unos desconsiderados, ¿verdad, Randy?
... jajaja
-Sííí –respondí-. A
la cama. ¡Cada mochuelo a su olivo! Pero mañana tienes que seguir, Ben, ¿no?
Quedan muchas incógnitas por resolver.
-Bueno... no sé qué
planes tenéis. Ni qué coño haré yo.
-Es fácil -dijo
Sam-. Randy y yo vamos al Oeste. Y tú nos dijiste que también vas al Oeste.
Conclusión: mañana compartimos ruta.
-Ehh... sí –accedió-.
Vale, sí, sí, sí. ¡De acuerdo! De acuerdo en todo, pero con una condición: yo
pago la gasolina, el desayuno y el almuerzo. No me quedan provisiones, pero no
es por falta de dinero, creedme.
-Aceptamos a regañadientes. Jajaja -reí.
Despedimos a Ben, que se
fue a su pequeña tienda de campaña con unos marcados coloretes en el rostro.
Estaba claro que Ben no tenía por costumbre beber. Tampoco Sam y yo. Yo ya no.
Pero esa noche todos habíamos acabado con una mierda encima bastante
considerable.
-¿Te has fijado? –me
dijo Sam-. Este chico, Ben, es... cómo te lo diría... es digno de... muchas cosas.
Digno de lástima, claro, eso es obvio, su historia es muy fuerte. Y digno de
alabanza...
- Alabare...
alabare...dignus alab... -bromeé.
-Shhhh!! No me interrumpas. Digno de admiración, digno
de profundo respeto... Lo que quiero decir es que... ¡tenemos que ayudarle!
-Sí... Yo creía que
ya lo estábamos haciendo.
-Sí... Pero más aún. Pero no sé... no sé cómo...
Joder... Pobre chico.
-Sam... no te
esfuerces. Estás cansada, algo borracha y yo más. ¿Por qué no nos dormimos y ya mañana dejamos que el destino
disponga? Para estas cosas es lo mejor.
-Vale, pequeño
Randy. Durmamos un poco.
-Acuéstate. Yo
mientras tiraré las botellitas vacías y toda esta basura al cubo de ahí fuera.
Salí al aire fresco.
Eran casi las 4 de la mañana y hacía unos 15 grados (también me considero
bastante bueno calculando temperaturas). Supongo que la ingesta de alcohol
potenció el cúmulo de sensaciones que vinieron a mí en ese momento. Sentía una
especie de extraño bienestar por hacer lo correcto; es decir, buscar mi camino,
no dejarme llevar por la corriente, en definitiva: tener... huevos. También
sentía amargura porque, buscando mi camino, estaba dejando atrás cosas
fundamentales como mi madre y mi hermano Ralphie. Sentía injusticia porque un
chico tan válido como Ben, hubiera tenido que pasar por toda esa mierda. Me
sentía muy afortunado y dichoso de tener a Sam a mi lado. Sentía que debía
protegerla, y que más me valía hacerlo bien pues de lo contrario, me suscribía
a lo que Brooke puso en su nota de despedida, eso de "no poder volver a ilusionarse". Sí, más me valía protegerla
bien. Y como suma de todas esas sensaciones, sentía electricidad. De hecho,
tenía el vello de los brazos erizado y recuerdo que incluso llegué a jadear un
poco. Si tuviera 45 años hubiera pensado que se trataba de un inicio de
infarto. Pero imposible con 21. No era un infarto. ¡Era la vida, me cago en la
puta! La vida abriéndose camino dentro de mí. Y me compadezco de aquél
mentecato que no haya sentido nunca eso. ¡Pringaos, espabilad!
FIN
DEL OTRO INTERLUDIO EN EL LAGO MEREDITH
*U.S.T.A. : United States Tennis Asociation
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